lunes, 23 de diciembre de 2013

La maldición del príncipe Kentin

Ayer vinieron mis malvadas primas a dar la tabarra. Y, como siempre, una de ellas se coló en mi habitación, mientras yo leía El Hobbit. Me molestó un poco, pero Bilbo ya había sacado a los enanos de la fortaleza de los elfos del Bosque Negro. Así que me fastidié.  Me llega a pillar un minuto antes y la saco de una patada.
Pena.
Bueno, después de una inocua conversación de convenciones sociales, me pidió ayuda para escribir un cuento para el concurso del colegio. Por pedir ayuda, entended que se lo hiciese yo. Normalmente, me habría negado, ¡al principio lo hice! Pero es que gracias a la lectura de El Hobbit, los cuentos infantiles llenaban mi mente, y decidí contarle una versión de cuento de hadas acerca del Kennal. Con Kenneth como chica. Porque tenía que parecer que lo había escrito ella y en ese colegio me conocen.
Lamentablemente, se aburrió pronto, pero yo decidí que iba a escribir esa historia. Lo comenté en twitter, y recibí el apoyo de la diosa Magik, en esta conversación -sí, me gusta transcribir conversaciones, ya lo habréis notado -:
Artemisa: Que te pidan ayuda con un cuento para el colegio y contarles una versión fantástica y principesca del Kennal. :P 
Magik: xDDD, ey, encima tiene su mensaje positivo para los niños. Mola. 
Artemisa: Desgraciadamente, mi prima se aburrió cuando llegué a la malvada bruja María Luisa. Pienso escribirlo yo en plan fic xD 
Magik: Podrías hacer que Ariadne y Deker se lo contaran a sus hijos, xDD. 
Artemisa: ... Eso, sería un puntazo. ¡Ya sé cuál será el cuento favorito del Lord! Me queda ver como esquivo su nombre xD
Y lo logré, gracias a epítetos como enano, pequeñajo y renacuajo. Menos mal que a Deker le pega lo de no llamar a nadie por su nombre...

Dedicado a la Suma Sacerdotisa Sofía, por su vídeo super mega guay de elfos bailarines, y porque las shippers debemos hacer piña.



Bueno, pues aquí os lo traigo. Érase una vez...




La maldición del príncipe Kentin.


-¿Se puede saber que haces aquí? – preguntó arqueando una ceja.
Su hijo bajo la mirada, avergonzado, y no contestó.
Deker suspiró, esa pregunta había sido un acto reflejo, ¡claro que sabía por qué estaba ahí! Desgraciadamente, Ariadne, de nuevo, no estaba para atender a sus hijos, y Brandon, al que había dejado al cargo, ni se habría dado cuenta de que el pequeñajo estaba fuera de su cama.
-¿Echas de menos a mamá?
Él asintió.
-No me ha contado un cuento… – susurró – No me puedo dormir sin escuchar un cuento.
Deker suspiró de nuevo, antes de coger a su hijo y sentarlo sobre la mesa de la cocina. Un poco irresponsable, teniendo en cuenta la insana propensión de su hijo a los accidentes, demostrada por las veinticuatro tiritas que tenía en ese momento.
-¿Y no se lo pediste a Brandon?
-Sí, pero no quiso, estaba ocupado mandando mensajitos a su novia.
No era difícil de creer. Puede que Brandon ya no le provocase dudas acerca de cómo podía ser un hijo suyo tan estúpido, pero cuando se trataba de mujeres… Rubén Ugarte estaría orgulloso de él. Asno le rechazaría por la vergüenza.
-¿Y Carlota?
-Carlota siempre cuenta cuentos sobre ella misma. Todos los personajes guays se llaman Carlota, y siempre son maravillosos.
Tampoco era difícil de creer. Su hija era un pelín ególatra. Puede que por su culpa. A lo mejor Ariadne tenía razón con lo de pasarse con los juguetes…
-Y decidiste esperarme para que te lo contase.
-Mañana no hay cole, ni tienes trabajo, ¡puedes contarme un cuento largo!
-¿Un cuento largo? – sonrió.
-Larguísimo.
-Bueno, podría contarte ese que te gusta tanto, el de Rumpelstilskin.
-No, quiero uno tuyo.
-¿Mío?
-¡Sí! Invéntatelo.
Deker suspiró por tercera vez, y se planteó a sí mismo si merecía la pena quedarse levantado hasta tarde, después de un duro día de trabajo, para concederle el capricho.
A esos ojos verdes no se les podía negar nada.
Era un blando.
Mierda.
-Bueno, podría contarte uno, La maldición del príncipe Kentin.
-¿Es chulo?
-Eso tendrás que decírmelo tú, ¿no crees?
Sonrió y comenzó a contar la historia, apoyándose en la mesa.
La noche estaba en calma, la luna brillaba a través del enorme ventanal, Ariadne no estaba para echarle la bronca y él tenía mucho morro. Una combinación perfecta.

“Hace mucho, mucho tiempo, en un antiguo y lejano reino, más allá de los mares, había un príncipe.
El príncipe se llamaba Kentin, y sobre él pesaba una maldición. Pero no adelantemos acontecimientos, hijo, no adelantemos acontecimientos.
Kentin era un joven de escasa presencia, y los nobles de su corte, susurraban malvados y crueles que no parecía un rey. Tenía unos enormes ojos azules, el pelo muy negro, y no sabía manejar las espadas.
Además, no podía hablar con nadie, porque, al morir sus padres, había quedado al cuidado de una malvada bruja que le mantenía prisionero en su enorme castillo.
¿Qué como se llamaba? Le llamaban Tía. Todos, aun los que no tenían parentesco con ella. Las brujas y los brujos nunca revelan sus nombres así como así. Los nombres tienen demasiado poder.
En todo caso, Kentin pasaba los días leyendo en un cómodo y cálido sillón, preguntándose como sería vivir realmente todas esas aventuras impresas en papel. No se imaginaba los malvados planes de Tía.
El reino de Kentin, era un reino muy pequeño. Muy, muy pequeño. Estaba situado entre dos grandes montañas, por las que bajaban dos ríos que formaban un lago en los jardines de su castillo. La gente de allí era feliz, pero a los nobles no parecía bastarles.
¿Que por qué no? Los nobles eran malvados y avaros, y querían ser un reino enorme y poderoso, sin importarles lo que se tuviese que hacer. Nunca te fíes de ellos, son perversos.
Bien, pues Tía no era noble, pero también tenía esas aspiraciones.
Y Atler, uno de los reinos más grande y más rico del lugar, en continua guerra con dos malvados reinos, necesitó su ayuda un día.
Moriarty, uno de esos grandes reinos, planeaba un terrible ataque contra él, y para salvar a su pueblo, era necesario atacarles cuando estuviesen cruzando las montañas, antes de que se acercasen demasiado.
Tía, que era la que llevaba los asuntos de gobierno, accedió a dejarles paso a cambio del matrimonio entre la princesa Buttercup, dirigente soberana de aquel reino, con el príncipe Kentin.
Y ahí es cuando entra en juego la maldición.
Cuando el príncipe Kentin nació, la Diosa, también llamada destino, sopló polvo de amapolas en el corazón del joven príncipe para que éste nunca, pero nunca, nunca, nunca, pudiese amar a una princesa.
Por ello, Kentin se negó al compromiso nada más enterarse.
-¿Cómo voy a casarme – exclamaba – con una doncella que me es desconocida, y a la que no podría amar?
Todos los nobles le instaban a hacerlo, diciéndole que, siendo Buttercup una princesa tan hermosa, de seguro acabaría rompiendo la maldición y amándola, pero el príncipe se negaba.
Durante semanas, todas las personas que conocía, y muchas que no, se presentaron ante él, fingiéndose encontradizos, para alabar las virtudes de la princesa Buttercup ante él.
-Dicen que es tan bella, que su sola visión cura de la ceguera a los ciegos de nacimiento – decían unos.
-Dicen que es tan inteligente, que puede recitar todos los libros del mundo de corrido – comentaban otros.
-Dicen que es tan buena reina, que ha aumentado la riqueza de su reino desde que subió al trono hasta el punto de tener caminos pavimentados con baldosas de oro – se maravillaban algunos más.
El príncipe Kentin, cansado y aburrido de tales conversaciones, acabó colgando un cartel en su puerta, que decía: “Los nuevos datos acerca de la princesa Buttercup deberán ser puestos por escrito, y entregados al secretario real.”
Y no leyó ninguna de las doscientas quince notas que le llegaron, en alabanza a la princesa Buttercup.
“Válgame la Diosa, pensaba, “Antes la muerte que desposar a tan noble dama. ¡De seguro que ni siquiera querrá respetar nuestras tradiciones nupciales! Alguien tan perfecto, debe ser, pues, un verdadero monstruo en el fondo. ¡Y una continua fuente de cuitas por aquellos pretendientes despechados, que me culparán a mí de su rechazo! No, no, no. No he de casar con la princesa Buttercup.”
Pero la bruja, que ya había dejado pasar a las tropas de Atler, y ahora quería su recompensa, no respetó su opinión.
-¡Yo soy el príncipe! – exclamó – ¿Cómo no voy a elegir yo a mi propia esposa, Tía?
-¡Niño ingrato! ¿No sabes acaso la suerte que tienes de que, alguien de tan noble cuna y de tanto poder como la princesa Buttercup, esté dispuesta a casarse con alguien de tu poca importancia? – le recordaba.
-¡Me da igual! ¡No he de casar con una princesa tan admirada! Ni siquiera podría amarla, ¿para qué casarnos entonces?
Y la bruja, viendo que no conseguiría convencer a Kentin, sacó un cuchillo de plata, y gritando palabras en un idioma que había dejado de hablarse hacía mil años, se lanzó sobre el príncipe, arrancándole el corazón.
Kentin chilló con todas sus fuerzas, mientras la bruja metía su rojo corazón en un saco, y se lo colgaba al hombro. Después, ésta cogió una gruesa aguja de curtir pieles, y le cosió tres viejos y oxidados botones de latón para cerrar la cuchillada.
-Ya que no puedes amar con él, ¡yo guardaré esto!
Y se fue con grandes zancadas de la habitación del príncipe, que se encogió sobre sí mismo y lloró amargamente por su desgracia. Primero la maldición, después la muerte de sus padres, la tiranía de Tía, y, finalmente, el quedarse sin corazón.
Porque, hijo, el corazón es la cosa más delicada que existe, y la que contiene más magia.
Al robárselo de forma tan burda, sin ser de forma sutil y metafórica como lo hace el amor, había causado mucho daño en el príncipe Kentin. Y ahora, ella podía manejarlo como si fuese un títere, siéndole imposible desobedecer una orden.
¿Qué si tu madre tiene el mío? Oye, ¿quieres que pare de contarte el cuento o qué?
Eso pensaba…
Bueno, pues al día siguiente, llegó la comitiva desde Atler.
Lo que los nobles habían dicho acerca de la princesa, resultó ser verdad. Casi. Es decir, lo habían exagerado lo indecible, pero la princesa Buttercup era la mujer más hermosa y más inteligente del mundo, además de la mejor reina de la historia de Atler.
Con ella, llegaron muchos ciudadanos de Atler, que miraban el pequeño reino con superioridad, acostumbrados a las enormes ciudades y al bullicio, cuando el reino de Kentin era básicamente rural, aprovechando el clima propicio, los terrenos fértiles, y los anchos y cristalinos ríos que lo cruzaban.
Pero, con todos ellos, llegaron dos hombres más.
Uno tenía nombre, pero pocos lo conocían por él. Le llamaban Renegado, y era un miembro de la familia real de Barzini, el reino más nuevo, y a su vez más rico y cruel de todo el mundo. Renegado había, como su nombre indicaba, renegado de su estirpe, y jurado lealtad al reino de Atler y a la princesa Buttercup, pero los nobles de Atler no se fiaban de él, y le trataban francamente mal.
Sí, eran unos estirados, estoy completamente de acuerdo contigo.
Todos le miraban con sorpresa, puesto que, como correspondía a su sangre, tenía los ojos dorados, siendo imposible ocultarlos para no recibir el rechazo de los otros pueblos.
Era un joven notable, y el verdadero y único amor de la princesa Buttercup, pero Kentin no sabía esto.
El segundo hombre, vendrá después, cuando avancemos con la historia.
Kentin besó la mano de la princesa Buttercup con deferencia, y se mostró educado y cortés con ella, que a su vez, respetó la etiqueta de forma fría y distante. ¡Oh, cuánto le había enfurecido la exigencia de esa bruja! No quería casarse con el príncipe Kentin, pero debía hacerlo por su pueblo. Eso le hacía morir de rabia y dolor, pero no estaba dispuesta a que se le notase. Para todo el mundo, ella estaba dispuesta a cumplir con su cometido por su reino, ¡pero cuánto odiaba ese cometido! Sabía que su amor con Renegado era imposible, pero le habría gustado ignorar eso un poquito más. Sólo un poquito más. ¡Pero ese deseo ya era imposible, y ella debía casarse, cumpliendo con su palabra!
El príncipe Kentin no pudo dormir esa noche, afligido por la Diosa, y por la pérdida de su corazón, así que salió a pasear por los pasillos del castillo, como hacía siempre que no podía dormir.
Y ahí, es cuando conoció al segundo hombre.
En principio no pensó que fuese un hombre, pues estaba completamente cubierto por el negro, y parecía una sombra sólida, pero la luz del candelabro le iluminó lo suficiente.
Era Allen Almena, conocido por todos en Atler. Incluso para aquellos que no le conocían, resultaría odioso al ver esa dura máscara que cubría su rostro. Era una máscara de latón negro con pequeñas ventanitas enrejadas para los ojos, y una retorcida red sobre la nariz y la boca, que le dejaba respirar y hablar. Estaba tachonada de clavos y magullada, y tenía una ancha, gruesa y destacada T en la frente. T de traidor.
Sí, era la máscara del traidor, que sólo se aplicaba cuando alguien traicionaba al reino de Atler.
Kentin no sabía que crimen había cometido, pero identificó la máscara, y le odió momentáneamente. Kentin detestaba a los traidores casi tanto como detestaba a la bruja.
-¿Quién sois? ¿Qué hacéis en mi castillo, deplorable rata inmunda?
Allen Almena no pareció ofenderse, pero era difícil saberlo, cuando lo único que veías de alguien eran sus ojos a través de una rejilla.
-Busco a la princesa Buttercup.
-¿Para qué buscáis a mi prometida, vil traidor?
-Porque soy su protector – incluso desde dentro de la abominable máscara, su voz sonaba divertida.
-¿Vos? ¿Proteger a la reina y princesa del reino al que traicionasteis? ¡No me hagáis reír!
-Ah, pero, ¿vos podéis reír? – rió él a su vez, alzando la mano derecha.
Con un movimiento, una docena de cintas de seda surgieron de su brazo. La mayoría estaban, o bien desgarradas, o bien cortadas como si lo hubiesen hecho con una espada, pero había dos que no. La cinta azul brillaba ligeramente, casi flotando, de forma etérea, pero la cinta roja se veía ligeramente desvaída, vieja.
-¿Qué me mostráis? – preguntó absorto el príncipe – ¿Cintas de juramentos, en la muñeca de un traidor? Por la Diosa que debo equivocarme…
-No te equivocas – afirmó desde dentro de la máscara, acariciando la cinta roja, de la que surgió un rostro hermoso y sereno-. El que ves es el gran mago Genlipeff, tío de la princesa. A él me unieron fuertes lazos y juramentos, y aunque soy un traidor para mi reino, sigo siendo fiel a su familia – acarició entonces la cinta azul, y el rostro de la princesa Buttecup brilló sobre sus cabezas –. Ahora y siempre.
-¿¡Pero cómo!? Si sois un traidor al reino, ¡sois un traidor a la familia real!
-Traicioné al reino, obrando como mejor supe. En tiempos del padre de la princesa, había una horrenda ley que quebré, sin arrepentirme después de hacerlo. El rey se enfureció, y me consideró un traidor. La princesa abolió esa ley en tiempos lejanos, pero yo sigo cumpliendo mi pena, y la seguiré cumpliendo hasta que ella se convierta verdaderamente en reina y pueda liberarme.
-Entiendo – suspiró Kentin, aliviado –. Por eso habéis venido a la boda.
-¡En absoluto! – se espantó el enmascarado – Preferiría llevar esta máscara por siempre, antes de tener que verla casarse con vos.
-¿A qué os referís? –preguntó sumamente ofendido.
-A que ella no os ama, y vos no la amáis a ella. ¡Cruel designio del destino, que se casen sin amor dos jóvenes, sobretodo, con la valía de la princesa!
-¿Y quién os dice que no la amo?
-¡Vos mismo! Con vuestros ojos, con vuestro comportamiento, por vuestra tristeza. Esa tristeza no es la de un hombre a punto de casarse con la mujer que ama, príncipe Kentin. Y está la leyenda.
-¿La leyenda?
-De vuestra maldición.
El príncipe bajó la mirada, azorado.
-La maldición ya no tiene efecto en mí.
Allen rió, divertido notablemente por las palabras del joven.
-¿Cómo no va a tener efecto? ¿Tenéis corazón todavía? ¡Por qué entonces sí sigue vigente!
Kentin contuvo las lágrimas, dolorido por sus palabras. ¡No tenía corazón! ¡Demasiado precio por librarse de esa pequeña maldición!
-Seguid hasta el ala este, allí están los aposentos de la princesa Buttercup.
El príncipe se disponía a volver a su cuarto y llorar de nuevo sus penas, pero una mano enguantada en cuero negro se posó con delicadeza sobre el hombro del muchacho.
-Siento algo extraño en vos, ¡cómo si tuvieseis latón en vuestro pecho! Latón, como el de mi máscara, mi prisión. ¿Qué puede haberos pasado, príncipe Kentin, para tener un metal tan zafio en vuestro cuerpo?
Y el príncipe, que no se había atrevido a hablarlo con nadie, y que sentía como si él pudiese comprender de verdad sus penas por alguna extraña razón, confesó la causa de sus tormentos, llorando con fuerza, y abriendo el jubón que guardaba los oxidados botones de latón cerrando su tierna herida.
-¡No es posible! ¡Algo tan vil aconteciendo sobre alguien tan joven y tan triste! – el hombre parecía verdaderamente indignado con su situación –. Pienso ayudarle, alteza, ¡esa bruja lo pagará!
-¿Y qué podríais hacer vos? ¡Ni siquiera nos conocemos!
-Puede que mi cinta blanca esté cortada de un tajo por Tigresa, la espada del mencionado rey, ¡pero sigo siendo un caballero! No os dejaré solo con esto.
Y con esas palabras, el hombre de la máscara de latón desapareció.

Tía, había encerrado el corazón del joven príncipe en una jaula de hierro negro, aun más retorcida e intrincada que la máscara de Allen, y cuya cerradura era imposible de abrir sin la llave.
¿Qué? Oh, sí, tu madre sí podría abrirla, claro, pero ella no estaba en el cuento, ¿no? Pues eso.
Llevaba la llave colgando de su largo cuello, oculta en sus anchas túnicas de colores pastel, que utilizaba para ocultar su fealdad y su mente malvada y cruel.
Nadie podría robar esa llave, y Allen lo sabía.
¿No habíamos aclarado ya que tu madre no estaba en el cuento?
A ver si dejamos de interrumpir, canijo, así la historia pierde dramatismo.
Además, la jaula estaba en lo más profundo, oscuro y peligroso de las mazmorras del castillo, suspendida en el aire por una gruesa y larga cadena, que la dejaba a la altura de loas ojos, balanceándose inquietantemente, recubierta de pinchos y de aristas afiladas para que nadie pudiese ni siquiera tocarla.
El hombre enmascarado descubrió la localización de la jaula y…
Hadas, las hadas se lo dijeron. No interrumpas.
Bueno, pues que descubrió donde estaba la jaula, y fue a esas oscuras mazmorras.
Pudo agarrar la jaula, ya que, como correspondía a alguien con su pena, no había ni una franja de piel al aire que pudiese ser vista, o en este caso, herida.
Sacó del cinturón que llevaba, lleno de armas para defender a la princesa Buttercup, su ganzúa mágica.
La ganzúa estaba forjada en el oro más fino y resistente que existía, creado por duendes de las montañas de Smaug, otro reino del lugar, y bendecido por la Diosa. Con esa ganzúa, no había cerradura inviolable. ¡Claro que no cualquiera podía usar esa ganzúa! Había que ser el mejor del mundo abriendo puertas para poder usarla.
… Tu madre no está en el cuento, por centésima vez.
No, no. Ella es mejor que él.
Allen era el segundo mejor, ¿vale?
¡Porque tu madre no estaba allí para ser la mejor!
No, no cuenta, ¡no había nacido! Fin.
Bueno, pues Allen, que sin contar a tu madre, que no cuenta, era el mejor de ese mundo forzando cerraduras, y por ello podía usar la ganzúa mágica.
Pasó horas y horas y horas trabajando en la oscuridad, iluminado sólo por el brillo de la ganzúa, para poder abrir esa maligna jaula y liberar así al príncipe de la tiranía de Tía.
Cuando por fin consiguió abrirla, cogió con cuidado el corazón del príncipe, y lo envolvió en su negra capa, como si de un hijo se tratase, con tal cuidado que el mundo se maravillaría al ver a alguien tan aterrador con esa máscara, siendo tan tierno y deferente con algo.
Subió, de nuevo, a los primeros pisos del castillo, y allí vio que su aventura no había acabado. La pena había corroído de tal forma al príncipe Kentin, que su corazón se había envenenado con la tristeza y la rabia, volviéndose negro como el ala de un cuervo.
Él, sabiendo que a una carne tan tierna como la del corazón, y además siendo éste un corazón tan suave y dulce como el del príncipe, no aguantaría demasiado así, abrió la reja que le cubría la boca y…
Sí, podía abrir la reja, claro. ¿Si no como comía?
Ya, siempre son esos detalles los que no cierran, ¿eh? Pero bueno, ¿por dónde íbamos?
Ah, sí.
Abrió la reja que le cubría la boca y, como si se tratase de la mordedura de una serpiente, comenzó a extraer el veneno del corazón del príncipe, escupiendo la soledad, la tristeza y la amargura que lo corroían.
Pero hacer esas cosas tiene sus riesgos, renacuajo, y tragó una pequeña parte de los polvos de amapola que la Diosa había soplado en su corazón cuando nació.
Oh, pero es que no le causó daño alguno. Es más, su corazón se iluminó, reconociendo la misma maldición que aquejaba al pobre enmascarado.
Lo importante, es que, teniendo el corazón del príncipe entre sus manos, supo que era un hombre bueno, justo, y que, por mucho que no lo pareciese, podría llegar a ser un buen rey. Y vio tantas cosas, y tan buenas todas ellas, que su otra maldición entró en acción.
En esos reinos, se obligaba a los caballeros a formar esas cintas de juramentos, la fidelidad, el amor, el título, todo se expresaba mediante cintas, que nacían de un complejo ritual. Allen no necesitaba de ese ritual. Desde niño, las cintas nacían en la muñeca de Allen, y se enredaban a todo lo que quería y apreciaba.
Y la cinta roja que le unía Genlipeff, ya vieja, rota y corroída, se desprendió por fin de su muñeca, cayendo en el mundo de los recuerdos, mientras otra cinta, más roja y más fuerte, le unía al corazón del príncipe.
Cierto, los amores a primera vista son un rollo, pero aquí podemos hacer una excepción porque al tener en sus manos su corazón conocía todo lo que había que conocer del príncipe.
Allen se sobresaltó, e incluso a través de la máscara se le notaba. Bajó la mirada, avergonzado por estar en tal aprieto, y volvió a ocultar la cinta roja, junto con las demás, esperando que el príncipe no se diese cuenta.
Fue en su busca, llevando su corazón, de nuevo rojo y aterciopelado, envuelto todavía en su capa negra.
-¡Ya estáis aquí! – exclamó el príncipe con sorpresa, cerrando, sin ni siquiera marcar la página, el libro que trataba de leer.
-Como os prometí – respondió, tendiéndole el corazón envuelto en la tela negra.
-La Diosa os pague lo que habéis hecho – le deseó, verdaderamente agradecido.
Se quitó el jubón, y desabrochó los viejos botones, todos distintos, escogidos al azar para hacerlo ver aun más vergonzoso, colocando de nuevo su corazón en donde le correspondía.
Pero éste no se unía a la carne.
El príncipe, comenzó a temblar, temiendo que sólo la bruja podría volver a unirlo de nuevo, pero Allen, suspirando, lo arregló todo.
Hizo aparecer de nuevo las cintas, y usando la cinta roja, ató el corazón del príncipe a su sitio, cerrando después la herida.
Agradeció entonces llevar esa máscara, para que el príncipe no viese su sonrojo.
Por suerte, el tener esa cinta atada a su corazón provocó en el joven el mismo efecto que tendría tener el del enmascarado entre sus manos. Supo que era bueno y noble, y también se enamoró.
Sí, estoy de acuerdo. Un poco moñas sí era.
En todo caso, la cinta resplandeció, y ambos supieron que era mutuo el amor que se tenían. Normalmente cerrarían la historia con un beso, pero la máscara estaba cerrada, y siendo fría y desagradable al tacto, Allen temía que el príncipe pensase que era horrible y perdiese el amor, que en sus primeros momentos siempre es frágil y etéreo.

Ese mismo día debían confirmar su compromiso, por lo que ambos fueron al salón del trono, donde esperaba la princesa Buttercup.
Aun sabiendo lo que iba a pasar, el príncipe Kentin se sintió intimidado ante los brillantes y amenazadores ojos dorados de Renegado, que parecía dispuesto a destrozarle con sus propias manos, y ante la frialdad de los de la princesa, que parecía a punto de entrar en una batalla que sabía no iba a ganar.
-Princesa Buttercup – comenzó, con voz algo temblorosa –, quiero deciros que quedáis libre del trato impuesto por la malvada bruja, Tía. Y por tanto, podéis usar el paso de las montañas siempre que queráis, sin tener que contraer nupcias conmigo.
Todos empezaron a murmurar, incrédulos ante sus palabras, e incluso la princesa se mostró confusa, y ligeramente ofendida.
-¿Qué queréis decir?
-Este compromiso ha sido orquestado por la malvada que ha dirigido mi reino desde la muerte de mis padres, mediante chantajes hacia vos, y actos deleznables hacia mí. ¡Me robó el corazón para que aceptase el matrimonio con una princesa desconocida y a la que, como bien sabéis todos, me sería imposible amar! Pero ahora, que lo he recuperado, ¡no pienso dejar que sigan jugando con nosotros! Atler es un reino amigo, y como tal, le prestaremos ayuda sin exigir pago a cambio, más que su lealtad, y el establecimiento de una alianza común entre ambos.
Todos se mostraron indignados ante la maldad de Tía, y la princesa Buttercup más feliz que nunca por no tener que rechazar el amor de Renegado, sonrió, antes de asentir.
-Sea pues, que nuestros reinos sean uno en espíritu, pero no en nuestra carne.
-¡Alto! – la bruja Tía avanzó, furibunda, para acercarse al príncipe - ¡Casaréis como yo os digo! ¡Vuestros padres os dejaron a mi cuidado, y debéis obedecerme mientras viváis!
Los presentes bajaron la cabeza, sabiendo que esas eran unas leyes de la Diosa irrevocables. ¡Oh, todo estaba perdido ahora!
-María Luisa – dijo Allen, en medio del silencio.
Y la bruja estalló en llamas, y comenzó a derretirse como si fuese una vela.
Por eso, los brujos y brujas no revelan sus nombres, recuérdalo.
El silencio invadió el salón del trono, y la princesa Buttercup lo rompió.
-Pues entonces, ambos estamos aliados, y ambos somos reyes ahora – cogió su espada, que llevaba hábilmente oculta en el vestido, y se acercó a Allen –. Y como reina, yo, Buttercup, te libero de tu condena – colocó la espada sobre sus hombros – y te vuelvo a nombrar caballero.
Y la máscara de latón cayó al suelo, rebotando contra el pavimento.
Él alzó el rostro, y todos se maravillaron de su belleza. Ante sus ojos azules como el cielo, sus cabellos dorados como el oro, y sus rasgos regios y hermosos.
Y Kentin se sintió aun más maravillado, y agradeció al destino el amor del hombre.
El príncipe, ahora ya rey, se casaría con Allen, de igual modo harían Buttercup y Renegado.
Y todos serían felices, y comerían unicornios celestes, grandes enemigos de sus amigos los unicornios turquesas, pero que estaban deliciosos con patatas asadas.
Fin.”

-Papá…
-¿Sí?
-El príncipe Kentin es la tía Karen, ¿verdad?
-Me siento orgulloso de ti, ¡qué listo es mi niño!
-Si se lo digo a mamá se enfadará.
-Sí, es probable…
-Pues quiero galletas de chocolate.
Suspiró por cuarta vez.
-Vale, pero después a la cama.
El niño sonrió, dio un beso a su padre en la mejilla, y bajó de la mesa, sorprendentemente, sin hacerse ningún daño.
-Tu cuento mola más que los de mamá – le aseguró.
-Na', es que estaba inspirado.





4 comentarios:

  1. ¡Me encanta! :') De principio a fin, un fic estupendo. Pero qué mono es el Lord, poniendo a su mamá por encima de Álvaro. Por cierto, Álvaro es un poco Jaime Lannister, ¿no? Así, rubio, guapo y "traidor". Yo pensé que para curar el corazón de Kenneth le iba a dar un beso de amor verdadero xD Vaya, no recuerdo qué más quería comentarte sobre el cuento... Va, es igual, me gustó mucho. ¡Y gracias por dedicármelo! ^3^

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    1. Aysh, gracias. Si es que los cuentos de reinos, príncipes y princesas son lo mejor xD
      El Lord es monísimo, y quiere mucho, mucho, mucho a su madre. Me encanta que los personajes interrumpan la historia para intervenir, como hacían en La princesa prometida, y después de todo, es algo muy de niños, ¿no? Yo, al menos, solía aporrear los cuentos cuando el lobo de turno intervenía xD
      Bueno, es que Álvaro es rubio, guapo, y se supone que un traidor a los ladrones. No lo digo yo, lo dice Magik ::la señala:: =P
      Me alegra mucho, mucho, mucho, que te guste. ¡Gracias a ti por leerlo! <3

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  2. Me ha molado muy, mucho el cuento, es muy mono y me han encantando las interrupciones y Deker en general, jaja.

    Hombre, Álvaro se parece a Jaime en el físico, aunque él no arrojaría a ningún niño por la ventana, xDD.

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    1. Gracias, me alegra que os haya gustado =D Deker es tan maravilloso e increíble y super guay que es imposible escribir algo sobre él y que no mole, la verdad es que no es mérito mío xD

      Y Jaime tampoco, fue un error de traducción ::se tapa los oídos y canturrea porque nada va a convencerla de que alguien tan maravilloso hiciese algo tan horrible::.

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