Pena.
Bueno, después de una inocua conversación de convenciones sociales, me pidió ayuda para escribir un cuento para el concurso del colegio. Por pedir ayuda, entended que se lo hiciese yo. Normalmente, me habría negado, ¡al principio lo hice! Pero es que gracias a la lectura de El Hobbit, los cuentos infantiles llenaban mi mente, y decidí contarle una versión de cuento de hadas acerca del Kennal. Con Kenneth como chica. Porque tenía que parecer que lo había escrito ella y en ese colegio me conocen.
Lamentablemente, se aburrió pronto, pero yo decidí que iba a escribir esa historia. Lo comenté en twitter, y recibí el apoyo de la diosa Magik, en esta conversación -sí, me gusta transcribir conversaciones, ya lo habréis notado -:
Artemisa: Que te pidan ayuda con un cuento para el colegio y contarles una versión fantástica y principesca del Kennal. :P
Magik: xDDD, ey, encima tiene su mensaje positivo para los niños. Mola.
Artemisa: Desgraciadamente, mi prima se aburrió cuando llegué a la malvada bruja María Luisa. Pienso escribirlo yo en plan fic xD
Magik: Podrías hacer que Ariadne y Deker se lo contaran a sus hijos, xDD.
Artemisa: ... Eso, sería un puntazo. ¡Ya sé cuál será el cuento favorito del Lord! Me queda ver como esquivo su nombre xD
Y lo logré, gracias a epítetos como enano, pequeñajo y renacuajo. Menos mal que a Deker le pega lo de no llamar a nadie por su nombre...
Dedicado a la Suma Sacerdotisa Sofía, por su vídeo super mega guay de elfos bailarines, y porque las shippers debemos hacer piña.
Bueno, pues aquí os lo traigo. Érase una vez...
La maldición del príncipe Kentin.
-¿Se puede saber que haces aquí? – preguntó
arqueando una ceja.
Su hijo bajo la mirada, avergonzado, y no contestó.
Deker suspiró, esa pregunta había sido un acto
reflejo, ¡claro que sabía por qué estaba ahí! Desgraciadamente, Ariadne, de
nuevo, no estaba para atender a sus hijos, y Brandon, al que había dejado al
cargo, ni se habría dado cuenta de que el pequeñajo estaba fuera de su cama.
-¿Echas de menos a mamá?
Él asintió.
-No me ha contado un cuento… – susurró – No me
puedo dormir sin escuchar un cuento.
Deker suspiró de nuevo, antes de coger a su hijo y
sentarlo sobre la mesa de la cocina. Un poco irresponsable, teniendo en cuenta
la insana propensión de su hijo a los accidentes, demostrada por las
veinticuatro tiritas que tenía en ese momento.
-¿Y no se lo pediste a Brandon?
-Sí, pero no quiso, estaba ocupado mandando
mensajitos a su novia.
No era difícil de creer. Puede que Brandon ya no le
provocase dudas acerca de cómo podía ser un hijo suyo tan estúpido, pero cuando
se trataba de mujeres… Rubén Ugarte estaría orgulloso de él. Asno le rechazaría
por la vergüenza.
-¿Y Carlota?
-Carlota siempre cuenta cuentos sobre ella misma.
Todos los personajes guays se llaman Carlota, y siempre son maravillosos.
Tampoco era difícil de creer. Su hija era un pelín
ególatra. Puede que por su culpa. A lo mejor Ariadne tenía razón con lo de
pasarse con los juguetes…
-Y decidiste esperarme para que te lo contase.
-Mañana no hay cole, ni tienes trabajo, ¡puedes
contarme un cuento largo!
-¿Un cuento largo? – sonrió.
-Larguísimo.
-Bueno, podría contarte ese que te gusta tanto, el
de Rumpelstilskin.
-No, quiero uno tuyo.
-¿Mío?
-¡Sí! Invéntatelo.
Deker suspiró por tercera vez, y se planteó a sí
mismo si merecía la pena quedarse levantado hasta tarde, después de un duro día
de trabajo, para concederle el capricho.
A esos ojos verdes no se les podía negar nada.
Era un blando.
Mierda.
-Bueno, podría contarte uno, La maldición del príncipe Kentin.
-¿Es chulo?
-Eso tendrás que decírmelo tú, ¿no crees?
Sonrió y comenzó a contar la historia, apoyándose
en la mesa.
La noche estaba en calma, la luna brillaba a través
del enorme ventanal, Ariadne no estaba para echarle la bronca y él tenía mucho
morro. Una combinación perfecta.
“Hace mucho, mucho tiempo, en un antiguo y lejano
reino, más allá de los mares, había un príncipe.
El príncipe se llamaba Kentin, y sobre él pesaba
una maldición. Pero no adelantemos acontecimientos, hijo, no adelantemos
acontecimientos.
Kentin era un joven de escasa presencia, y los
nobles de su corte, susurraban malvados y crueles que no parecía un rey. Tenía
unos enormes ojos azules, el pelo muy negro, y no sabía manejar las espadas.
Además, no podía hablar con nadie, porque, al morir
sus padres, había quedado al cuidado de una malvada bruja que le mantenía
prisionero en su enorme castillo.
¿Qué como se llamaba? Le llamaban Tía. Todos, aun
los que no tenían parentesco con ella. Las brujas y los brujos nunca revelan
sus nombres así como así. Los nombres tienen demasiado poder.
En todo caso, Kentin pasaba los días leyendo en un
cómodo y cálido sillón, preguntándose como sería vivir realmente todas esas
aventuras impresas en papel. No se imaginaba los malvados planes de Tía.
El reino de Kentin, era un reino muy pequeño. Muy,
muy pequeño. Estaba situado entre dos grandes montañas, por las que bajaban dos
ríos que formaban un lago en los jardines de su castillo. La gente de allí era
feliz, pero a los nobles no parecía bastarles.
¿Que por qué no? Los nobles eran malvados y avaros,
y querían ser un reino enorme y poderoso, sin importarles lo que se tuviese que
hacer. Nunca te fíes de ellos, son perversos.
Bien, pues Tía no era noble, pero también tenía
esas aspiraciones.
Y Atler, uno de los reinos más grande y más rico
del lugar, en continua guerra con dos malvados reinos, necesitó su ayuda un
día.
Moriarty, uno de esos grandes reinos, planeaba un
terrible ataque contra él, y para salvar a su pueblo, era necesario atacarles
cuando estuviesen cruzando las montañas, antes de que se acercasen demasiado.
Tía, que era la que llevaba los asuntos de
gobierno, accedió a dejarles paso a cambio del matrimonio entre la princesa
Buttercup, dirigente soberana de aquel reino, con el príncipe Kentin.
Y ahí es cuando entra en juego la maldición.
Cuando el príncipe Kentin nació, la Diosa , también llamada
destino, sopló polvo de amapolas en el corazón del joven príncipe para que éste
nunca, pero nunca, nunca, nunca, pudiese amar a una princesa.
Por ello, Kentin se negó al compromiso nada más
enterarse.
-¿Cómo voy a casarme – exclamaba – con una doncella
que me es desconocida, y a la que no podría amar?
Todos los nobles le instaban a hacerlo, diciéndole
que, siendo Buttercup una princesa tan hermosa, de seguro acabaría rompiendo la
maldición y amándola, pero el príncipe se negaba.
Durante semanas, todas las personas que conocía, y
muchas que no, se presentaron ante él, fingiéndose encontradizos, para alabar
las virtudes de la princesa Buttercup ante él.
-Dicen que es tan bella, que su sola visión cura de
la ceguera a los ciegos de nacimiento – decían unos.
-Dicen que es tan inteligente, que puede recitar
todos los libros del mundo de corrido – comentaban otros.
-Dicen que es tan buena reina, que ha aumentado la
riqueza de su reino desde que subió al trono hasta el punto de tener caminos pavimentados
con baldosas de oro – se maravillaban algunos más.
El príncipe Kentin, cansado y aburrido de tales
conversaciones, acabó colgando un cartel en su puerta, que decía: “Los nuevos datos acerca de la princesa
Buttercup deberán ser puestos por escrito, y entregados al secretario real.”
Y no leyó ninguna de las doscientas quince notas
que le llegaron, en alabanza a la princesa Buttercup.
“Válgame la Diosa ”, pensaba, “Antes
la muerte que desposar a tan noble dama. ¡De seguro que ni siquiera querrá
respetar nuestras tradiciones nupciales! Alguien tan perfecto, debe ser, pues,
un verdadero monstruo en el fondo. ¡Y una continua fuente de cuitas por
aquellos pretendientes despechados, que me culparán a mí de su rechazo! No, no,
no. No he de casar con la princesa Buttercup.”
Pero la bruja, que ya había dejado pasar a las
tropas de Atler, y ahora quería su recompensa, no respetó su opinión.
-¡Yo soy el príncipe! – exclamó – ¿Cómo no voy a
elegir yo a mi propia esposa, Tía?
-¡Niño ingrato! ¿No sabes acaso la suerte que tienes
de que, alguien de tan noble cuna y de tanto poder como la princesa Buttercup,
esté dispuesta a casarse con alguien de tu poca importancia? – le recordaba.
-¡Me da igual! ¡No he de casar con una princesa tan
admirada! Ni siquiera podría amarla, ¿para qué casarnos entonces?
Y la bruja, viendo que no conseguiría convencer a
Kentin, sacó un cuchillo de plata, y gritando palabras en un idioma que había
dejado de hablarse hacía mil años, se lanzó sobre el príncipe, arrancándole el
corazón.
Kentin chilló con todas sus fuerzas, mientras la
bruja metía su rojo corazón en un saco, y se lo colgaba al hombro. Después,
ésta cogió una gruesa aguja de curtir pieles, y le cosió tres viejos y oxidados
botones de latón para cerrar la cuchillada.
-Ya que no puedes amar con él, ¡yo guardaré esto!
Y se fue con grandes zancadas de la habitación del
príncipe, que se encogió sobre sí mismo y lloró amargamente por su desgracia.
Primero la maldición, después la muerte de sus padres, la tiranía de Tía, y,
finalmente, el quedarse sin corazón.
Porque, hijo, el corazón es la cosa más delicada
que existe, y la que contiene más magia.
Al robárselo de forma tan burda, sin ser de forma
sutil y metafórica como lo hace el amor, había causado mucho daño en el
príncipe Kentin. Y ahora, ella podía manejarlo como si fuese un títere,
siéndole imposible desobedecer una orden.
¿Qué si tu madre tiene el mío? Oye, ¿quieres que
pare de contarte el cuento o qué?
Eso pensaba…
Bueno, pues al día siguiente, llegó la comitiva
desde Atler.
Lo que los nobles habían dicho acerca de la
princesa, resultó ser verdad. Casi. Es decir, lo habían exagerado lo indecible,
pero la princesa Buttercup era la mujer más hermosa y más inteligente del
mundo, además de la mejor reina de la historia de Atler.
Con ella, llegaron muchos ciudadanos de Atler, que
miraban el pequeño reino con superioridad, acostumbrados a las enormes ciudades
y al bullicio, cuando el reino de Kentin era básicamente rural, aprovechando el
clima propicio, los terrenos fértiles, y los anchos y cristalinos ríos que lo
cruzaban.
Pero, con todos ellos, llegaron dos hombres más.
Uno tenía nombre, pero pocos lo conocían por él. Le
llamaban Renegado, y era un miembro de la familia real de Barzini, el reino más
nuevo, y a su vez más rico y cruel de todo el mundo. Renegado había, como su
nombre indicaba, renegado de su estirpe, y jurado lealtad al reino de Atler y a
la princesa Buttercup, pero los nobles de Atler no se fiaban de él, y le
trataban francamente mal.
Sí, eran unos estirados, estoy completamente de
acuerdo contigo.
Todos le miraban con sorpresa, puesto que, como
correspondía a su sangre, tenía los ojos dorados, siendo imposible ocultarlos
para no recibir el rechazo de los otros pueblos.
Era un joven notable, y el verdadero y único amor
de la princesa Buttercup, pero Kentin no sabía esto.
El segundo hombre, vendrá después, cuando avancemos
con la historia.
Kentin besó la mano de la princesa Buttercup con
deferencia, y se mostró educado y cortés con ella, que a su vez, respetó la
etiqueta de forma fría y distante. ¡Oh, cuánto le había enfurecido la exigencia
de esa bruja! No quería casarse con el príncipe Kentin, pero debía hacerlo por
su pueblo. Eso le hacía morir de rabia y dolor, pero no estaba dispuesta a que
se le notase. Para todo el mundo, ella estaba dispuesta a cumplir con su
cometido por su reino, ¡pero cuánto odiaba ese cometido! Sabía que su amor con
Renegado era imposible, pero le habría gustado ignorar eso un poquito más. Sólo
un poquito más. ¡Pero ese deseo ya era imposible, y ella debía casarse,
cumpliendo con su palabra!
El príncipe Kentin no pudo dormir esa noche,
afligido por la Diosa ,
y por la pérdida de su corazón, así que salió a pasear por los pasillos del
castillo, como hacía siempre que no podía dormir.
Y ahí, es cuando conoció al segundo hombre.
En principio no pensó que fuese un hombre, pues
estaba completamente cubierto por el negro, y parecía una sombra sólida, pero
la luz del candelabro le iluminó lo suficiente.
Era Allen Almena, conocido por todos en Atler.
Incluso para aquellos que no le conocían, resultaría odioso al ver esa dura
máscara que cubría su rostro. Era una máscara de latón negro con pequeñas
ventanitas enrejadas para los ojos, y una retorcida red sobre la nariz y la
boca, que le dejaba respirar y hablar. Estaba tachonada de clavos y magullada,
y tenía una ancha, gruesa y destacada T en la frente. T de traidor.
Sí, era la máscara del traidor, que sólo se
aplicaba cuando alguien traicionaba al reino de Atler.
Kentin no sabía que crimen había cometido, pero
identificó la máscara, y le odió momentáneamente. Kentin detestaba a los
traidores casi tanto como detestaba a la bruja.
-¿Quién sois? ¿Qué hacéis en mi castillo,
deplorable rata inmunda?
Allen Almena no pareció ofenderse, pero era difícil
saberlo, cuando lo único que veías de alguien eran sus ojos a través de una
rejilla.
-Busco a la princesa Buttercup.
-¿Para qué buscáis a mi prometida, vil traidor?
-Porque soy su protector – incluso desde dentro de
la abominable máscara, su voz sonaba divertida.
-¿Vos? ¿Proteger a la reina y princesa del reino al
que traicionasteis? ¡No me hagáis reír!
-Ah, pero, ¿vos podéis reír? – rió él a su vez,
alzando la mano derecha.
Con un movimiento, una docena de cintas de seda
surgieron de su brazo. La mayoría estaban, o bien desgarradas, o bien cortadas
como si lo hubiesen hecho con una espada, pero había dos que no. La cinta azul
brillaba ligeramente, casi flotando, de forma etérea, pero la cinta roja se
veía ligeramente desvaída, vieja.
-¿Qué me mostráis? – preguntó absorto el príncipe –
¿Cintas de juramentos, en la muñeca de un traidor? Por la Diosa que debo equivocarme…
-No te equivocas – afirmó desde dentro de la máscara,
acariciando la cinta roja, de la que surgió un rostro hermoso y sereno-. El que
ves es el gran mago Genlipeff, tío de la princesa. A él me unieron fuertes
lazos y juramentos, y aunque soy un traidor para mi reino, sigo siendo fiel a
su familia – acarició entonces la cinta azul, y el rostro de la princesa
Buttecup brilló sobre sus cabezas –. Ahora y siempre.
-¿¡Pero cómo!? Si sois un traidor al reino, ¡sois
un traidor a la familia real!
-Traicioné al reino, obrando como mejor supe. En
tiempos del padre de la princesa, había una horrenda ley que quebré, sin
arrepentirme después de hacerlo. El rey se enfureció, y me consideró un
traidor. La princesa abolió esa ley en tiempos lejanos, pero yo sigo cumpliendo
mi pena, y la seguiré cumpliendo hasta que ella se convierta verdaderamente en
reina y pueda liberarme.
-Entiendo – suspiró Kentin, aliviado –. Por eso
habéis venido a la boda.
-¡En absoluto! – se espantó el enmascarado –
Preferiría llevar esta máscara por siempre, antes de tener que verla casarse
con vos.
-¿A qué os referís? –preguntó sumamente ofendido.
-A que ella no os ama, y vos no la amáis a ella.
¡Cruel designio del destino, que se casen sin amor dos jóvenes, sobretodo, con
la valía de la princesa!
-¿Y quién os dice que no la amo?
-¡Vos mismo! Con vuestros ojos, con vuestro
comportamiento, por vuestra tristeza. Esa tristeza no es la de un hombre a
punto de casarse con la mujer que ama, príncipe Kentin. Y está la leyenda.
-¿La leyenda?
-De vuestra maldición.
El príncipe bajó la mirada, azorado.
-La maldición ya no tiene efecto en mí.
Allen rió, divertido notablemente por las palabras
del joven.
-¿Cómo no va a tener efecto? ¿Tenéis corazón
todavía? ¡Por qué entonces sí sigue vigente!
Kentin contuvo las lágrimas, dolorido por sus
palabras. ¡No tenía corazón! ¡Demasiado precio por librarse de esa pequeña
maldición!
-Seguid hasta el ala este, allí están los aposentos
de la princesa Buttercup.
El príncipe se disponía a volver a su cuarto y
llorar de nuevo sus penas, pero una mano enguantada en cuero negro se posó con
delicadeza sobre el hombro del muchacho.
-Siento algo extraño en vos, ¡cómo si tuvieseis latón
en vuestro pecho! Latón, como el de mi máscara, mi prisión. ¿Qué puede haberos
pasado, príncipe Kentin, para tener un metal tan zafio en vuestro cuerpo?
Y el príncipe, que no se había atrevido a hablarlo
con nadie, y que sentía como si él pudiese comprender de verdad sus penas por
alguna extraña razón, confesó la causa de sus tormentos, llorando con fuerza, y
abriendo el jubón que guardaba los oxidados botones de latón cerrando su tierna
herida.
-¡No es posible! ¡Algo tan vil aconteciendo sobre
alguien tan joven y tan triste! – el hombre parecía verdaderamente indignado
con su situación –. Pienso ayudarle, alteza, ¡esa bruja lo pagará!
-¿Y qué podríais hacer vos? ¡Ni siquiera nos
conocemos!
-Puede que mi cinta blanca esté cortada de un tajo
por Tigresa, la espada del mencionado rey, ¡pero sigo siendo un caballero! No
os dejaré solo con esto.
Y con esas palabras, el hombre de la máscara de
latón desapareció.
Tía, había encerrado el corazón del joven príncipe
en una jaula de hierro negro, aun más retorcida e intrincada que la máscara de
Allen, y cuya cerradura era imposible de abrir sin la llave.
¿Qué? Oh, sí, tu madre sí podría abrirla, claro,
pero ella no estaba en el cuento, ¿no? Pues eso.
Llevaba la llave colgando de su largo cuello,
oculta en sus anchas túnicas de colores pastel, que utilizaba para ocultar su
fealdad y su mente malvada y cruel.
Nadie podría robar esa llave, y Allen lo sabía.
¿No habíamos aclarado ya que tu madre no estaba en
el cuento?
A ver si dejamos de interrumpir, canijo, así la
historia pierde dramatismo.
Además, la jaula estaba en lo más profundo, oscuro
y peligroso de las mazmorras del castillo, suspendida en el aire por una gruesa
y larga cadena, que la dejaba a la altura de loas ojos, balanceándose
inquietantemente, recubierta de pinchos y de aristas afiladas para que nadie
pudiese ni siquiera tocarla.
El hombre enmascarado descubrió la localización de
la jaula y…
Hadas, las hadas se lo dijeron. No interrumpas.
Bueno, pues que descubrió donde estaba la jaula, y
fue a esas oscuras mazmorras.
Pudo agarrar la jaula, ya que, como correspondía a
alguien con su pena, no había ni una franja de piel al aire que pudiese ser
vista, o en este caso, herida.
Sacó del cinturón que llevaba, lleno de armas para
defender a la princesa Buttercup, su ganzúa mágica.
La ganzúa estaba forjada en el oro más fino y
resistente que existía, creado por duendes de las montañas de Smaug, otro reino
del lugar, y bendecido por la Diosa. Con
esa ganzúa, no había cerradura inviolable. ¡Claro que no cualquiera podía usar
esa ganzúa! Había que ser el mejor del mundo abriendo puertas para poder
usarla.
… Tu madre no está en el cuento, por centésima vez.
No, no. Ella es mejor que él.
Allen era el segundo mejor, ¿vale?
¡Porque tu madre no estaba allí para ser la mejor!
No, no cuenta, ¡no había nacido! Fin.
Bueno, pues Allen, que sin contar a tu madre, que
no cuenta, era el mejor de ese mundo forzando cerraduras, y por ello podía usar
la ganzúa mágica.
Pasó horas y horas y horas trabajando en la
oscuridad, iluminado sólo por el brillo de la ganzúa, para poder abrir esa
maligna jaula y liberar así al príncipe de la tiranía de Tía.
Cuando por fin consiguió abrirla, cogió con cuidado
el corazón del príncipe, y lo envolvió en su negra capa, como si de un hijo se
tratase, con tal cuidado que el mundo se maravillaría al ver a alguien tan aterrador
con esa máscara, siendo tan tierno y deferente con algo.
Subió, de nuevo, a los primeros pisos del castillo,
y allí vio que su aventura no había acabado. La pena había corroído de tal
forma al príncipe Kentin, que su corazón se había envenenado con la tristeza y
la rabia, volviéndose negro como el ala de un cuervo.
Él, sabiendo que a una carne tan tierna como la del
corazón, y además siendo éste un corazón tan suave y dulce como el del
príncipe, no aguantaría demasiado así, abrió la reja que le cubría la boca y…
Sí, podía abrir la reja, claro. ¿Si no como comía?
Ya, siempre son esos detalles los que no cierran,
¿eh? Pero bueno, ¿por dónde íbamos?
Ah, sí.
Abrió la reja que le cubría la boca y, como si se
tratase de la mordedura de una serpiente, comenzó a extraer el veneno del
corazón del príncipe, escupiendo la soledad, la tristeza y la amargura que lo
corroían.
Pero hacer esas cosas tiene sus riesgos, renacuajo,
y tragó una pequeña parte de los polvos de amapola que la Diosa había soplado en su
corazón cuando nació.
Oh, pero es que no le causó daño alguno. Es más, su
corazón se iluminó, reconociendo la misma maldición que aquejaba al pobre
enmascarado.
Lo importante, es que, teniendo el corazón del
príncipe entre sus manos, supo que era un hombre bueno, justo, y que, por mucho
que no lo pareciese, podría llegar a ser un buen rey. Y vio tantas cosas, y tan
buenas todas ellas, que su otra maldición entró en acción.
En esos reinos, se obligaba a los caballeros a formar
esas cintas de juramentos, la fidelidad, el amor, el título, todo se expresaba
mediante cintas, que nacían de un complejo ritual. Allen no necesitaba de ese
ritual. Desde niño, las cintas nacían en la muñeca de Allen, y se enredaban a
todo lo que quería y apreciaba.
Y la cinta roja que le unía Genlipeff, ya vieja,
rota y corroída, se desprendió por fin de su muñeca, cayendo en el mundo de los
recuerdos, mientras otra cinta, más roja y más fuerte, le unía al corazón del
príncipe.
Cierto, los amores a primera vista son un rollo,
pero aquí podemos hacer una excepción porque al tener en sus manos su corazón
conocía todo lo que había que conocer del príncipe.
Allen se sobresaltó, e incluso a través de la
máscara se le notaba. Bajó la mirada, avergonzado por estar en tal aprieto, y
volvió a ocultar la cinta roja, junto con las demás, esperando que el príncipe
no se diese cuenta.
Fue en su busca, llevando su corazón, de nuevo rojo
y aterciopelado, envuelto todavía en su capa negra.
-¡Ya estáis aquí! – exclamó el príncipe con
sorpresa, cerrando, sin ni siquiera marcar la página, el libro que trataba de
leer.
-Como os prometí – respondió, tendiéndole el
corazón envuelto en la tela negra.
-La
Diosa os pague lo que habéis hecho – le deseó, verdaderamente
agradecido.
Se quitó el jubón, y desabrochó los viejos botones,
todos distintos, escogidos al azar para hacerlo ver aun más vergonzoso,
colocando de nuevo su corazón en donde le correspondía.
Pero éste no se unía a la carne.
El príncipe, comenzó a temblar, temiendo que sólo
la bruja podría volver a unirlo de nuevo, pero Allen, suspirando, lo arregló
todo.
Hizo aparecer de nuevo las cintas, y usando la
cinta roja, ató el corazón del príncipe a su sitio, cerrando después la herida.
Agradeció entonces llevar esa máscara, para que el
príncipe no viese su sonrojo.
Por suerte, el tener esa cinta atada a su corazón
provocó en el joven el mismo efecto que tendría tener el del enmascarado entre
sus manos. Supo que era bueno y noble, y también se enamoró.
Sí, estoy de acuerdo. Un poco moñas sí era.
En todo caso, la cinta resplandeció, y ambos
supieron que era mutuo el amor que se tenían. Normalmente cerrarían la historia
con un beso, pero la máscara estaba cerrada, y siendo fría y desagradable al
tacto, Allen temía que el príncipe pensase que era horrible y perdiese el amor,
que en sus primeros momentos siempre es frágil y etéreo.
Ese mismo día debían confirmar su compromiso, por
lo que ambos fueron al salón del trono, donde esperaba la princesa Buttercup.
Aun sabiendo lo que iba a pasar, el príncipe Kentin
se sintió intimidado ante los brillantes y amenazadores ojos dorados de
Renegado, que parecía dispuesto a destrozarle con sus propias manos, y ante la
frialdad de los de la princesa, que parecía a punto de entrar en una batalla
que sabía no iba a ganar.
-Princesa Buttercup – comenzó, con voz algo
temblorosa –, quiero deciros que quedáis libre del trato impuesto por la
malvada bruja, Tía. Y por tanto, podéis usar el paso de las montañas siempre
que queráis, sin tener que contraer nupcias conmigo.
Todos empezaron a murmurar, incrédulos ante sus
palabras, e incluso la princesa se mostró confusa, y ligeramente ofendida.
-¿Qué queréis decir?
-Este compromiso ha sido orquestado por la malvada
que ha dirigido mi reino desde la muerte de mis padres, mediante chantajes
hacia vos, y actos deleznables hacia mí. ¡Me robó el corazón para que aceptase
el matrimonio con una princesa desconocida y a la que, como bien sabéis todos,
me sería imposible amar! Pero ahora, que lo he recuperado, ¡no pienso dejar que
sigan jugando con nosotros! Atler es un reino amigo, y como tal, le prestaremos
ayuda sin exigir pago a cambio, más que su lealtad, y el establecimiento de una
alianza común entre ambos.
Todos se mostraron indignados ante la maldad de
Tía, y la princesa Buttercup más feliz que nunca por no tener que rechazar el
amor de Renegado, sonrió, antes de asentir.
-Sea pues, que nuestros reinos sean uno en
espíritu, pero no en nuestra carne.
-¡Alto! – la bruja Tía avanzó, furibunda, para
acercarse al príncipe - ¡Casaréis como yo os digo! ¡Vuestros padres os dejaron
a mi cuidado, y debéis obedecerme mientras viváis!
Los presentes bajaron la cabeza, sabiendo que esas
eran unas leyes de la Diosa
irrevocables. ¡Oh, todo estaba perdido ahora!
-María Luisa – dijo Allen, en medio del silencio.
Y la bruja estalló en llamas, y comenzó a
derretirse como si fuese una vela.
Por eso, los brujos y brujas no revelan sus
nombres, recuérdalo.
El silencio invadió el salón del trono, y la
princesa Buttercup lo rompió.
-Pues entonces, ambos estamos aliados, y ambos
somos reyes ahora – cogió su espada, que llevaba hábilmente oculta en el
vestido, y se acercó a Allen –. Y como reina, yo, Buttercup, te libero de tu
condena – colocó la espada sobre sus hombros – y te vuelvo a nombrar caballero.
Y la máscara de latón cayó al suelo, rebotando
contra el pavimento.
Él alzó el rostro, y todos se maravillaron de su
belleza. Ante sus ojos azules como el cielo, sus cabellos dorados como el oro,
y sus rasgos regios y hermosos.
Y Kentin se sintió aun más maravillado, y agradeció
al destino el amor del hombre.
El príncipe, ahora ya rey, se casaría con Allen, de
igual modo harían Buttercup y Renegado.
Y todos serían felices, y comerían unicornios
celestes, grandes enemigos de sus amigos los unicornios turquesas, pero que
estaban deliciosos con patatas asadas.
Fin.”
-Papá…
-¿Sí?
-El príncipe Kentin es la tía Karen, ¿verdad?
-Me siento orgulloso de ti, ¡qué listo es mi niño!
-Si se lo digo a mamá se enfadará.
-Sí, es probable…
-Pues quiero galletas de chocolate.
Suspiró por cuarta vez.
-Vale, pero después a la cama.
El niño sonrió, dio un beso a su padre en la
mejilla, y bajó de la mesa, sorprendentemente, sin hacerse ningún daño.
-Tu cuento mola más que los de mamá – le aseguró.
-Na', es que estaba inspirado.
¡Me encanta! :') De principio a fin, un fic estupendo. Pero qué mono es el Lord, poniendo a su mamá por encima de Álvaro. Por cierto, Álvaro es un poco Jaime Lannister, ¿no? Así, rubio, guapo y "traidor". Yo pensé que para curar el corazón de Kenneth le iba a dar un beso de amor verdadero xD Vaya, no recuerdo qué más quería comentarte sobre el cuento... Va, es igual, me gustó mucho. ¡Y gracias por dedicármelo! ^3^
ResponderEliminarAysh, gracias. Si es que los cuentos de reinos, príncipes y princesas son lo mejor xD
EliminarEl Lord es monísimo, y quiere mucho, mucho, mucho a su madre. Me encanta que los personajes interrumpan la historia para intervenir, como hacían en La princesa prometida, y después de todo, es algo muy de niños, ¿no? Yo, al menos, solía aporrear los cuentos cuando el lobo de turno intervenía xD
Bueno, es que Álvaro es rubio, guapo, y se supone que un traidor a los ladrones. No lo digo yo, lo dice Magik ::la señala:: =P
Me alegra mucho, mucho, mucho, que te guste. ¡Gracias a ti por leerlo! <3
Me ha molado muy, mucho el cuento, es muy mono y me han encantando las interrupciones y Deker en general, jaja.
ResponderEliminarHombre, Álvaro se parece a Jaime en el físico, aunque él no arrojaría a ningún niño por la ventana, xDD.
Gracias, me alegra que os haya gustado =D Deker es tan maravilloso e increíble y super guay que es imposible escribir algo sobre él y que no mole, la verdad es que no es mérito mío xD
EliminarY Jaime tampoco, fue un error de traducción ::se tapa los oídos y canturrea porque nada va a convencerla de que alguien tan maravilloso hiciese algo tan horrible::.