Sé que prometí --que juré por el mapa del Merodeador-- que la semana pasada publicaría una reseña de La sangre del Olimpo. Y ese era el plan. Lo prometo. Pero la entrada ha acabado creciendo más de lo que esperaba y ya no es una reseña, no, es un resumen de toda la trama de Nico con un montón de comentarios míos sobre cosas e imágenes monas de Nico --o, al menos, planeo que haya muchas imágenes monas de Nico--.
El caso es que no sé cuándo la acabaré y, bueno, quiero publicar el kennal antes de que se publique el quinto capítulo de Corrientes de tiempo y quede desfasado. Porque después seguro que algo ha desbaratado todo lo que yo he escrito. Si tengo suerte será una escena de Álvaro y Kenneth confesando sus sentimientos a la luz de la luna. Pero seguramente tenga algo que ver con lo que le ha pasado a Tim o qué sé yo. Es lo que suele pasarme. En plan, podría haber pasado lo que he escrito, peeeeeeeeero no pasa una noche hasta que van a no sé dónde. Sí, es frustrante. Por si acaso, yo he evitado toda referencia temporal. Y no he mencionado a Tim. Lo siento, Tim, conste que me caes bien y tal, pero te interponías en el camino del fanfic.
Obviamente, dado que hasta lo comienzo con un fragmento, es necesario haber leído el capítulo cuatro de Corrientes de tiempo. Y, además, no os vendría mal leer los comentarios que intercambiamos Magik y yo al respecto, dado que deja de fingir que Álvaro es heterosexual --como si nos lo hubiésemos creído en algún momento...-- y nos da datos sobre su vida sentimental.
Sí. Lo sé. Ahora ya no sólo tenemos el kennal y felal, también tenemos el mateal. Podría ser el alteo, pero entonces rompería la concordancia y quedaría mal. Shippeamos algo llamado felal en vez de alvipe para mantener esa concordancia. Kennal suena demasiado bien como para no ajustarnos a su forma. Y de todos modos, es la única relación con futuro y fragmentos monos, así que no perdemos nada.
He intentado apegarme lo más posible al canon y mantener todos los personajes en IC, pero no sé si lo he conseguido, sobre todo al final. Es que he tenido que añadir y cambiar un montón de cosas con la nueva información y me he liado mucho. Y ya no sé cómo piensa Álvaro porque creía que sí, pero no, y eso confunde. Magik, si están OoC, no pienses algo en plan "Esa petarda obsesiva ya está destrozando mis personajes..." --que sería lo que pensase yo en tu lugar, lo admito-- piensa, en su lugar, que tus personajes son tan únicos y geniales que resulta imposible imitarlos, ;)
Y ahora, el fic. Advierto que son once páginas de Office.
Idealismo.
"–Hay
algunas personas que son especiales, ¿sabes? Que poseen un tipo de
inocencia que ni siquiera ellos mismos ven, pero sí los demás. Y en
este mundo podrido y horrible en el que vivimos, esa inocencia brilla
más que nada, aunque también es muy difícil de encontrar. Por eso,
considero que esas personas deben ser protegidas, preservadas como si
fueran criaturas en peligro de extinción.
Kenneth
tragó saliva.
–¿Te
refieres a Tania?
–También.
–¿También?
Ah, hablabas de Ariadne entonces.
–Bueno...
Aún queda algo de inocencia en ella, pese a todo, pero... Kenneth,
yo..."
Ese
momento llevaba repitiéndose en bucle durante horas, ocupando todos
sus pensamientos. El problema era que, solo en su habitación y con
50 Sombras de Grey como único entretenimiento, su mente no
dejaba de volver, una y otra vez, a esa escena.
Soy un maldito estúpido.
Si bien era cierto que había estado
discutiendo con Kenneth durante demasiado tiempo, con el consiguiente
desgaste de sus maltratados nervios, no dejaba de haber cometido un
error terrible.
No estaba seguro de cuándo databan esos
sentimientos que albergaba por el joven, pero, desde que era
consciente de ellos, los había enterrado todo lo hondo que la
continua convivencia le permitía. Al contrario de lo que pensaba la
mayoría de la gente, envidiosa, sin duda, de su extrema belleza, no
era idiota. Cuando recordaba al joven ladrón que había partido en
busca de las Cuatro Damas con su mejor amigo y había vuelto con las
manos manchadas de sangre, le costaba mucho relacionarse con él.
Había pasado demasiado tiempo, demasiadas cosas. Un largo y tortuoso
camino le separaba de El Ángel, su nombre en clave como ladrón, y
muchas veces, recordando lo acontecido, se veía a sí mismo como un
extraño. Nunca se había considerado una persona inocente, pero los
años le habían probado que así había sido durante su juventud,
inocente, idealista, sin tener ni idea de cuanto podía perder, con
toda la vida por delante y un destino claro como el cristal. Todo eso
se había perdido en el puente de Sant' Angelo. Álvaro Torres ya no
era un niño y quedaban pocos rastros de inocencia o idealismo en
él. Por ello, sabía que sus sentimientos debían quedar en absoluto
secreto. Que todo lo que pudiese sentir por Kenneth Murray estaba
destinado, sin discusión, al fracaso. A un doloroso fracaso, que él
se veía incapaz de enfrentar por el momento.
No se trataba de no ser correspondido,
aunque tenía prácticamente la certeza en ese aspecto, sino del
compromiso que ataba a Kenneth y a Ariadne. Cuando la princesa fuese
mayor de edad, tendrían que casarse, lo quisiese ella así o no.
Sabía que la joven estaba enamorada de Deker Sterling, debido,
principalmente, a que tenía ojos en la cara y, como hemos
mencionado, no era estúpido, mas eso tampoco tenía importancia en
el gran esquema de los hechos. Por ejemplo:
Hecho número uno. Gerardo había hecho
un trato con los Murray a cambio de esos dos votos.
Hecho número dos. Ariadne siempre había
sido consciente de sus obligaciones como princesa y, aunque le
desagradasen, nunca había titubeado respecto a actuar acorde a su
rango. Estuviese o no de acuerdo.
Hecho número tres. Los Murray habían
cumplido.
Hecho número cuatro. Ariadne cumpliría
su palabra aunque eso la destrozase.
Hecho número cinco. Deker era un
Benavente, así que entre esos dos nunca podría haber nada formal,
debido a las putas reglas de los ladrones.
Hecho número seis. Eso también se
aplicaba a él, dado que era un asesino, incluso si olvidasen el
compromiso y se asumiese que Kenneth era, como mínimo, bisexual,
además de que sintiese algo por él. Lo cuál era improbable.
Hecho número siete. La boda era la única
conclusión lógica.
Y ni siquiera él, que siempre había
sido un magnífico actor, podía mentir al respecto. Iba a haber
boda, lo quisiese él o no. Lo quisiese Ariadne o no. Lo quisiese
Kenneth o no. Lo quisiese Felipe o no. Lo quisiese… Hizo una pausa
en sus reflexiones, preguntándose quién, entonces, estaba a favor
de ese enlace. La única respuesta que le vino a la mente era María
Luisa de Murray, o cómo se hiciese llamar.
Esa zorra.
La furia contra esa estúpida mujer
siempre le hacía sentirse mejor, debido a que era un blanco perfecto
para ser culpado por sus problemas. Además, era una pésima persona
y no tenía muchas dudas sobre cómo debió ser la infancia de
Kenneth bajo su cuidado. La extrema inseguridad y la incapacidad de
tomar decisiones por sí mismo que, al principio, había demostrado,
eran muy reveladoras.
En definitiva, Álvaro había aceptado
que, fuesen esos sentimientos profundos o no, cosa en la que evitaba
pensar, estaban abocados a un final agrio y espinoso que él no
necesitaba. Estar rodeado de jóvenes idealistas en ese internado le
había hecho darse cuenta de lo amargado que llegaba a estar en según
qué cosas y estaba haciendo un consciente esfuerzo por evitar caer
en ello, el cual se vería truncado ante el aplastante y, de seguro,
horrorizado rechazo que recibiría si, en un ataque de locura
espontáneo, confesase sus sentimientos. La imagen podría haber sido
incluso divertida, de no haber estado dirigida a él la negativa. Su
única opción, por ende, era dejarlo pasar. Seguir adelante, callado
y sonriente, y acabar superándolo y saliendo del brete en el que, de
nuevo, su sentimental interior le había metido. Cuando recordaba las
palabras de su rey, que tenían cierto regusto a profecía, algo en
él se estremecía, consciente de lo acertadas que habían estado.
Sí, de seguro el ser un sentimental acabaría costándole su vida,
acabaría por ser su ruina.
El compromiso, de nuevo, era el obstáculo
más visible, mas no por ello el más insalvable, pues había tantas
cosas que se interponían en el camino de una hipotética relación
que resultaba imposible considerarlas todas.
Por una parte, él lo consideraba sólo
un amigo. Por otra, seguía sin tener una mínima pista de si le
gustaban, aunque fuese un poquito, los hombres. Álvaro había hecho
cambiar a más de uno de opinión pero, con sinceridad, eso nunca
tenía efectos duraderos y traía más problemas de los que
solucionaba. Además, estaba el que era un asesino, por los que
Kenneth sentía un odio visceral. Cierto que parecía haber perdido
toda animadversión hacia él y que, en la lucha contra los
Benavente, ni siquiera había parpadeado al verlo matar a su
atacante, mas eso significaba poco. Él era lo que era. Nadie podía
hacer nada al respecto. Bastante había sido lograr su aprecio
sincero y, conseguir que correspondiese sus sentimientos, se
presentaba como un imposible.
¿Era de cobardes callarse y fingir que
nada sucedía? Esa era una pregunta para la que no tenía respuesta,
como tampoco la había tenido cuando se enamoró de Felipe o de
Mateo, pero, de nuevo, prefería ser uno antes que poner en peligro
la amistad que habían entablado, dejarse en evidencia a sí mismo y
colocar al pobre chaval en la posición de rechazarlo, con todo lo
que eso conllevaría. Incluso si, por un casual, debido a un Objeto
descontrolado o a una conspiración de sus hadas madrinas, se viese
correspondido, pondría a Kenneth en una situación en extremo
complicada, debido, de nuevo, al maldito compromiso.
La gran pregunta, que dejaba sus
reflexiones en un absurdo y conseguía que perdiesen todo su sentido,
era la siguiente: ¿qué había interpretado Kenneth de sus palabras?
Primero las había atribuido a Tania,
luego a Ariadne y, si sus mejillas sonrojadas eran un indicio, había
acabado por caer en que estaba hablando de él. Ahora, cabía la
pequeña, ínfima y microscópica posibilidad de que no hubiese
hilado. Cualquier otro lo habría hecho, pero era posible, incluso
plausible, que Kenneth no. No era que el joven ladrón no fuese
inteligente o algo así, dado que había demostrado en infinidad de
ocasiones que no carecía de recursos o capacidad, pero no dejaba de
ser Kenneth. Kenneth, que no podía ser más inocentón porque no
entrenaba, que se sonrojaba ante la mínima insinuación y que, de
seguro, nunca se plantearía que él estaba… Bueno, que él tenía
sentimientos de carácter romántico. Hacia él. O hacia nadie.
Hizo una mueca al recordar las duras
palabras que le había dirigido, rezumando sarcasmo, ante el
comentario de Tania sobre él siendo un conquistador. Y, aún así,
los agonizantes rastros de su idealismo se atrevían a susurrar en su
oído que a lo mejor eran celos. Los rastros de su idealismo eran
estúpidos y no quería escucharlos, porque luego sería mucho más
doloroso, pero la mera posibilidad le hacía sonreír como a un
tonto.
Cuando la puerta se abrió de improviso,
no pudo evitar el alzar la mirada, sintiendo una extraña emoción
ante la visita. Emoción que se drenó en un par de segundos, cuando
comprobó que era Felipe el que había ido a visitarle. Dedicó una
sonrisa a su amigo, dejando el libro en la mesilla.
–¿Problemas en el paraíso? ¿Por qué
no estás con Valeria? No me digas que habéis discutido –se
preocupó.
–No, Valeria y yo estamos bien.
–Me alegro, porque no tengo otra
habitación a la que ir. Y tú no querrías dejar sin cama a un pobre
tullido, ¿verdad?
–¿Estás seguro de eso?
–Tus palabras me hieren, que lo sepas.
¿De verdad estarías dispuesto a echarme? –preguntó, llevándose
una mano al pecho con teatralidad.
–No me refiero a eso –replicó Felipe
con paciencia, dirigiéndole una mirada astuta–. Me refería a si
de veras no tienes otra habitación a la que ir.
–Bueno, estamos en un castillo, haber
hay habitaciones, pero el traslado sería un engorro…
–Álvaro, sabes lo que quiero decir.
–No –admitió, algo perdido–. La
verdad es que no lo sé, prueba a ser menos críptico.
–¿Sabes de qué me he dado cuenta en
estos días que llevo despierto del coma?
–De muchas cosas, supongo. Con todo lo
que está pasando.
–Sí, pero la que me más me ha llamado
la atención es una concreta –dijo con suavidad, alzando la mirada
para que sus ojos se encontrasen–. ¿Qué tipo de relación te une
a Kenneth Murray?
Mierda.
No se había esperado esa pregunta. ¡Ni
siquiera tenía sentido que se la hiciera! Después de todo, nunca le
había confesado a su mejor amigo que le gustaban los hombres.
Siempre había sido un secreto que sólo él, además, obviamente, de
sus amantes, había conocido. Álvaro nunca había sido de los que
daban explicaciones y, después de todo, sus gustos eran sólo asunto
suyo. El que, de algún modo, se las hubiese arreglado para
enamorarse de sus dos mejores amigos en su momento, había sido
determinante en su decisión de ocultárselo.
Presionó un poco los labios, inclinando
la cabeza y pensando muy bien en su próximas palabras.
–Bueno, en un principio nos llevamos
fatal. A él no le gustaba que yo fuese un asesino, a mí no me
gustaba que Ariadne tuviese que casarse con él… Pero supongo que,
al final, conseguimos llegar a un punto intermedio. Nos hicimos
amigos –concluyó, encogiéndose de hombros–. Es cierto que nos
hemos pasado la mayor parte del tiempo discutiendo desde que
despertaste, pero no es nuestra tónica habitual. Al menos, no
últimamente –añadió.
Felipe lo examinó con el rostro
impasible.
–Bonito discurso. Ahora la verdad.
–Es la verdad.
–Álvaro, en serio. Si no eres sincero
conmigo voy a sentirme ofendido, sobre todo teniendo en cuenta que no
os habéis esforzado mucho en ocultarla.
–Estoy siendo sincero –insistió–.
Somos amigos.
–Ah, ¿eso es todo lo que sois?
–Sí –asintió con decisión.
Por mucho que me duela.
–Está bien –decidió–. Te creo.
–Gracias.
–Pero, ¿qué te gustaría que fueseis?
Álvaro bufó, pasándose los dedos por
el cabello dorado, que estaba incluso más despeinado que antes de la
reunión.
–¿A qué viene esa pregunta?
–¿Tú a que crees que viene?
–No lo sé.
–Vamos a ver. Me despierto del coma y,
unos minutos después, casi te desmayas porque él se está yendo a
Londres.
–Eso fue por el vínculo –se
defendió.
–¿Quieres entrar en por qué le
cediste uno de tus ojos? –preguntó Felipe, alzando una ceja.
–Porque no quería que Ariadne tuviese
que hacerlo.
–Ya, seguro. El caso es que después te
pasaste media hora quejándote, muy preocupado, porque estaba siendo
un inconsciente al ir allí sin ti y porque era prácticamente un
chiquillo, por el que no podías dejar de preocuparte.
–También dije que me preocupaba por
Ariadne y por Jero… –negó con la cabeza, recordando la escena en
el avión– ¿También estoy enamorado de ellos?
–Espero que no, porque eso sería
pederastia y es ilegal.
–En realidad, la edad de consentimiento
en España es precisamente a los dieciséis.
Felipe alzó una mano para interrumpirle.
–Mira, podría entrar en que, mientras
subíamos al piso de Tim en Londres la primera vez, estabas más
nervioso de lo que he visto desde tu expulsión del clan. Podría
mencionar el terremoto en el rascacielos de los Benavente, en el que
sólo estuviste pendiente de él y, cuando cayó sobre ti, en vez de
echarlo o hacer un chiste, le colocases las gafas con la sonrisilla.
También podría hacer referencia al que recibieses una puñalada por
protegerle y que, después, cuando estabas moribundo, le soltases un
“No te preocupes, Ken, no pienso abandonarte tan pronto”
–continuó, alzando de nuevo la mano para que no le interrumpiese,
indignado por la pésima imitación, que le hacía parecer una
quinceañera hormonada–. Podría seguir hablando, podría
recordarte cómo os mirabais el uno al otro cuando estabas herido o
cómo os habéis dedicado durante días a tiraros de las coletas y a
discutir como niños. Por no mencionar el célebre “Me alegro de
que, aunque te enfades conmigo, sigues considerándome guapo”
–lo imitó de nuevo, incluso con menos acierto que la vez anterior,
puesto que en esa ocasión le habrían tomado por Zaza de La jaula
de las locas– y la consiguiente reacción de irse dando un
portazo, dejándonos a todos anonadados. Podría incluso anunciar que
no soy estúpido y, al entrar esta tarde al despacho, él estaba rojo
como un tomate y evitaba tu mirada, mientras que tú, por mucho que
disimulases y bromeases, parecías querer gritar de frustración.
Podría hablar de todas esas cosas –concluyó–, pero no lo voy a
hacer.
–¿Ah, no?
–No –repitió su viejo amigo, antes
de clavar los ojos, que parecían astutos y afilados, en los suyos–.
No será necesario, porque yo no dije que estuvieses enamorado de
Kenneth, pero tú si has hecho referencia al amor en el comentario
sobre Ariadne y Jero.
Hubo una pausa, unos momentos de
silencio, antes de que Álvaro se desinflase sobre los almohadones.
Parecía mentira. Se sentía como si lo fuese. Años de ocultarse, de
hablar sobre “sus citas” en género neutro y de actuar como un
conquistador despreocupado y cínico respecto al amor. Años que
ahora parecían no tener sentido, como si se hubiesen desdibujado.
Era extraño y, sobre todo, incómodo. Como si el que hubiesen
descubierto su secreto le hubiese dejado, de alguna forma, más
vulnerable.
–Felicidades. Años de abogacía y
nadie me había pillado nunca en un renuncio. Menos en uno tan obvio
–se quejó, echándose el dorado cabello hacia atrás con una
mueca.
–Me lo has puesto fácil –reconoció
con docilidad–, pero yo tampoco te lo puse más difícil cuando te
hablé de Valeria.
–Bueno, es que tú no lo ocultaste. Fue
algo como: “Álvaro, he encontrado trabajo como profesor en un
internado y, cuando fui a hablar con el director, ¡conocí a la
mujer de mi vida! Es tan guapa y tan rubia y tan guapa…”
Incluso cuando te pregunté si era más guapa que yo, ¡tú
insististe en que lo era! –le recordó con una sonrisa petulante–
Y esa ceguera sólo puede ser fruto del amor, amigo mío.
Felipe lo miró mal, aunque llevaba
haciendo caras desde que comenzó con la imitación, que lo había
dejado como un absoluto panoli. Álvaro lo había hecho a propósito.
Como venganza.
–Puedes burlarte de mí todo lo que
quieras, Álvaro, pero eso no cambia el que te haya pillado.
–Supongo que no –suspiró.
–Bueno, no he podido evitar darme
cuenta de que te gustan los hombres, así que me preguntaba cuándo
pensabas contármelo. Suponiendo –añadió después de unos
segundos de silencio– que pensases hacerlo.
–¿Importa?
–Pues no sé –ironizó–. Pero
comprende que me ofenda un poco saber que mi mejor amigo, al que
conozco de toda la vida, me ha estado mintiendo durante años.
–No te he mentido.
–Pero me has ocultado cosas, que es lo
mismo.
–¿Acaso cambia algo? ¿Es esto de
verdad necesario?
–No, por supuesto que no cambia nada
–admitió, con una mirada fulminante–. Y, precisamente, el que te
atrevieses a dudar de ello, es lo que más me ofende de todo.
–No dudaba de ello.
–Entonces, ¿por qué ocultarlo?
–No era asunto tuyo –repitió,
cruzándose de brazos–. No era asunto de nadie.
Después de unos minutos de silencio, la
expresión de Felipe se suavizó un poco.
–¿Mateo?
Álvaro se limitó a asentir, pues no
tenía ningún deseo de añadir que también había estado enamorado
de él, antes de que se distanciasen tras su exilio.
–¿Desde cuándo?
Al ver que se encogía de hombros, su
amigo continuó mirándolo con fijeza, dándole a entender que no lo
dejaría hasta que le diese una respuesta.
–Desde el primer día.
–Comprendo –suspiró–. Y… ¿Sigues
sintiendo algo por él?
–Supongo que no.
–Supones.
Álvaro volvió a encogerse de hombros y
apretó los labios, dejando claro que, en esa ocasión, no iba a
hablar más del tema.
–Imagino que es una buena noticia, ¿no?
Que lo hayas superado y ahora te guste Kenneth.
–Sí –constató con amargura–. Es
genial.
–Tú no pareces muy feliz.
–¿Por qué iba a estarlo? –se quejó–
Oh, sí, he superado a Mateo y me gusta otra persona. Es genial.
Porque no es heterosexual, ni un ladrón que odia a los asesinos ni
está prometido. Qué suerte tengo.
–Vale, no puedo negar que esté
prometido y tampoco estoy muy seguro de su actitud hacia los asesinos
en general –reconoció, mirándolo con seriedad–, pero sobre la
parte de heterosexual, tengo mis dudas.
–Ya.
–Álvaro –suspiró, mirándole con
algo que no supo identificar por completo, pero parecía una mezcla
de pena y ternura–, tú no has visto cómo te mira ese chico.
–Mal.
–Bueno, ahora sí porque le has
ofendido, pero yo estuve en Londres, ¿recuerdas? No te miraba
precisamente mal.
–Sí, ya.
–En serio –insistió–. ¿Quieres
saber cómo te miraba?
–No, no quiero.
–Te miraba –continuó, ignorándolo–
de la misma forma en la que yo miro a Valeria. Como si no hubiese en
el mundo nada más importante o digno de atención.
Si hubiera sido cualquier otra persona,
Álvaro habría sacado fuerzas de la flaqueza y le habría echado de
su habitación a patadas, herido o no. Pero era Felipe y le miraba
con la cara ilusa y monilla, así que sólo suspiró. De alguna
forma, le debía tener esa conversación.
–Eres un cursi.
–Lo digo en serio –insistió.
–Déjalo ya, Felipe –pidió, con un
tono que dejaba clara la advertencia.
–Pero, ¿por qué? No es como si me lo
estuviera inventando para animarte, es cierto. Tú no lo viste
mientras te curaba la herida, pero temblaba como una hoja, cada vez
que te miraba a la cara parecía al borde de la ruptura, ¡es por eso
por lo que se enfadó!
–¡Ya está bien! –zanjó– Mira, sé
que quieres ayudar, pero no puedes hacer nada por mí en esta
ocasión, excepto dejarlo estar, ¿vale?
–¿Dejarlo estar? ¿Crees que eso va a
ayudar a alguien? –preguntó, enfadándose un poco.
–Lo hará más fácil para todos
–aseguró, ignorando el bufido incrédulo de su amigo–. Da igual
lo que yo sienta, ¿no lo entiendes? No cambia nada. Prefiero
ignorarlo y actuar como si todo estuviese bien.
–¡Pero nada está bien!
–¡Se va a casar! Incluso si tuvieses
razón, incluso si él correspondiese mis sentimientos, entonces…
–casi se atragantó con su propia voz, como si su garganta luchase
para no emitir esas palabras, sabiendo que serían demasiado
dolorosas–. Entonces todo sería aún peor, porque no cambiaría
nada. Él se casaría con Ariadne, se convertiría en el rey de los
ladrones.
–No tiene porqué ser así.
–Pero lo será. Y no sería justo. No
sería justo para mí y tampoco sería justo para él. No quiero
ponerle en esa situación, Felipe. O me rechaza porque no siente nada
por mí y, conociéndolo, se sentirá culpable por romperme el
corazón y eso se cargará nuestra amistad, o me rechaza por sus
obligaciones y tiene cargo de conciencia por el resto de su vida. No
quiero que ninguno se atormente con el “¿y si…?”. ¿Por
qué no entiendes eso?
–Porque quizá no te rechace –exclamó–.
Quizá él está teniendo las mismas dudas que tú ahora mismo y teme
que tú no le correspondas. Quizá está dispuesto a romper el
compromiso, con el que no se le ve muy emocionado, por ti.
–Ya –ironizó–. Y después huiremos
a Narnia en unicornio, ¿no?
–¿Por qué te cuesta tanto creerlo?
–Porque las cosas no funcionan así
–clamó, levantándose de la cama y acercándose a la ventana de la
habitación, en la que se apoyó, cruzándose de brazos–. Las cosas
nunca funcionan así.
–¿Y por qué no? A veces las cosas
salen bien, Álvaro. A veces uno consigue ser feliz.
–No a mí –zanjó–. ¿Cuándo he
tenido yo suerte? ¿Cuándo me han salido a mí las cosas bien? –negó
con la cabeza, antes de volver a mirarle– Conmigo no funciona así.
Cuando lo que quiero es algo verdaderamente importante, todo se
estropea.
–Eso no es cierto.
–Esa es la pura verdad. Dime una, solo
una vez, en la que tuviese suerte. En la que, con todo en mi contra,
consiguiese lo que quería de verdad.
–Bueno, quizá estás, precisamente,
ante esa única y maravillosa situación en la que las cosas te salen
bien a ti. En la que consigues al chico.
Álvaro bufó de nuevo, revolviendo de
nuevo su melena dorada mientras miraba hacia el jardín. Desde su
habitación no se veía el lugar donde habían enterrado al asesino
brasileño, pero él sabía que no estaba muy lejos. Aún recordaba
esa noche, en la que Kenneth se había sincerado con él y le había
contado la verdad sobre su padre. En la que su relación había
dejado de ser un tira y afloja continuo, para convertirse en una
amistad. En la que la animadversión había pasado a convertirse en
confianza.
Cuando lo pensaba desde la perspectiva de
Felipe, los jirones de su idealismo aullaban y se retorcían,
diciéndole que apostase. Que dejase de ocultarse y de mentir a todos
a su alrededor. Que pusiese el corazón sobre el tapete y jugase
hasta el final.
Pero entonces se acordaba de Kenneth
junto a su abuela, de cómo quedaba callado y resignado,
completamente a su merced. De cómo, después de que le hubiese dado
uno de sus ojos, él se había quedado con María Luisa una noche y
al día siguiente había vuelto avergonzado y culpable, esperando una
ejecución verbal, casi de forma mansa, como si no hubiese otra
opción después de cometer un error. Como si la consecuencia de ser
sincero con él sobre lo que pensaba y sentía, de abrirse, fuera que
utilizasen sus confesiones como armas arrojadizas.
Antes de la reunión Kenneth había
mostrado seguridad, decisión e incluso dureza. Pero había sido con
él. Con él, que llevaba meses tratándolo, dejando claro que
respetaba su opinión, que le interesaba, que podía ser sincero.
Le gustaría pensar que podía
enfrentarse con la misma fuerza a su abuela, pero los jirones de su
idealismo y su inocencia no eran lo bastante poderosos como para
cambiar el tinte cínico que su vida estaba adquiriendo bajo la luz
de la luna creciente.
Sabía que todavía no sería capaz de
enfrentarla. Y hasta que no fuese capaz, si es que lo era algún día,
no se rompería el compromiso. Incluso cabía la posibilidad de que
ganase ese valor demasiado tarde, cuando la boda ya fuese un hecho.
Álvaro no podía enfrentarse a esas
duras posibilidades y mantener la esperanza. No después de tantos
años de querer a Felipe en silencio, sin atreverse a ser sincero con
la persona que mejor lo conocía en el mundo. No después de tantos
años viendo a Mateo llorar por Elena. No cuando llevaba tantos años
asumiendo que el amor no era para él. La esperanza era un arma de
doble filo y lo más probable era que acabase hiriéndose a sí
mismo. Como siempre.
–No digas tonterías, Felipe –pidió,
apoyando la cabeza contra el cristal y sintiendo el sordo tirón de
la herida en su costado, en cuyas puntadas, de técnica perfecta,
seguía percibiéndose el temblor de las manos que las habían
llevado a cabo–. Yo nunca consigo al chico.